domingo, 31 de octubre de 2010

Cultura escolar y Legalidad.

 Llama la atención que  luego de tantas reformas y emisiones de leyes destinadas a mejorar el sistema educacional chileno los resultados demoren en aparecer, o bien, es posible que estos no se hagan visibles en el corto y mediano plazo. Diversos sectores políticos  antagonizan públicamente la situación enfatizando distintamente el epicentro del problema. En este sentido, se argumenta desde  la precariedad de los recursos disponibles para  ejecutar las reformas, hasta la eficacia de la política educacional implementada desde las bases legales del proyecto reformista. Se observa entonces, que las miradas, crítica y defensa de las medidas, se enfocan en el carácter legal como un todo, como la panacea del cambio institucional.

No es la intención minimizar  ni soslayar la importancia del cuerpo legal en la estructuración de políticas públicas; no obstante, la aplicación de estas en   el  país real puede  contrastar con el espíritu de la ley – prisionero del país legal-; es decir, del sistema jurídico positivista chileno. Resulta ingenuo pretender que la sola  ley genere cambios en los comportamientos de las organizaciones  e individuos de la sociedad civil, sin que estos no generen  cierta resistencia y estructuren una interpretación alternativa a los cambios sugeridos por el legislador, por muy bienintencionados que estos sean. Esta dicotomía encuentra su realización práctica en la relación dialéctica entre Cultura escolar y Legalidad. Ahora bien, ¿qué se entiende por Cultura Escolar y cómo opera esta dialéctica?

Si consideramos la escuela desde la perspectiva de la sociología de las organizaciones podemos definir la cultura escolar como conjunto de aspectos institucionalizados que caracterizan a la escuela como Organización; estos aspectos pueden resumirse en  el conjunto de conocimientos, estados anímicos, acciones y nivel de desarrollo alcanzado por una comunidad educativa. Antonio Viñao Frago comenta al respecto:

conjunto de aspectos institucionalizados — incluye prácticas y conductas, modos de vida, hábitos y ritos — la historia cotidiana del hacer escolar —, objetos materiales — función, uso, distribución en el espacio, materialidad física, simbología, introducción, transformación, desaparición... —, y modos de pensar, así como significados e ideas compartidas. Alguien dirá: todo. Y sí, es cierto, la cultura escolar es toda la vida escolar: hechos e ideas, mentes y cuerpos, objetos y conductas, modos de pensar, decir y hacer.”[1]

Esta construcción cultural que identifica a cada escuela como una entidad distinta a otras, con una dinámica propia de construcción discursiva y de  relación con el medio (concepción autopoiética en Maturana), tiende a la estabilidad, a la continuidad  en el tiempo. La realidad cultural permanece, se difunde y evoluciona, progresiva o regresivamente. Y cada  escuela es una singularidad cultural.

 Esta  subjetividad institucional generada por la cultura  en cada establecimiento escolar, posee su propia dinámica de acción interna, es decir, de autoreproducción. Sin embargo,  también posee sus mecanismos de resistencia o de adaptación ante los estímulos de cambio institucional que  emergen desde la legalidad, desde el ordenamiento jurídico. Dado el carácter externo al sistema institucional escolar, los cambios en las leyes pueden ser interpretados como un peligro para el funcionamiento  de la organización, en tanto que pueden alterar sus formas ya aprendidas de “hacer y actuar” de la comunidad. Por más recursos que se inyecten a los establecimientos escolares, estos no serán capaces de generar mejoras sustantivas en el proceso de enseñanza-aprendizaje, en tanto cuanto, la cultura interna no permita la adaptación a nuevas formas de administración y de gestión de los nuevos agentes. Este punto se vuelve dramático si consideramos que una  construcción cultural dada tiende a perpetuar las formas de enseñar y de aprender, es decir, las relaciones humanas y comunicacionales al interior de la organización. Si estas son deficientes, en una  organización educativa se traduce  en una mala relación entre sus miembros y en una  reproducción de sus falencias en la educación de los alumnos. Así, por ejemplo, de la manera como un director se relacione con sus profesores, éstos se relacionarán con los alumnos. No puede haber un clima democrático en un aula de un colegio que se maneja dictatorialmente. No puede haber un ambiente de apertura y comunicación fluida y sincera en un colegio en el que el vínculo autoridad-profesores es represivo, persecutorio u hostil. Toda legislación enfocada a  mejorar el sistema educativo está destinada a chocar con esta barrera  cultural, con estas formas aprendidas de hacer y conocer.

Sobre la base de esta dialéctica es que podemos establecer la siguiente premisa de acción: la mejora de una institución educativa exige necesariamente modificar su cultura. Pues, como señala Bolívar:

que aun cuando los cambios educativos se prescriban o legislen, se quedarán en retórica o en mero maquillaje si no se acompañan de modificaciones culturales.”[2]

Esto es, que si no se produce una adaptación  cultural voluntaria en relación a los cambios ordenados se producirá una resistencia institucional que puede traducirse en conflicto. Es por ello que es necesario que la disposición a adaptarse a los cambios provenga desde el interior de la comunidad escolar, para que de esta manera no sea visto como una imposición que ponga en “peligro” el funcionamiento de la organización. ¿Cómo conseguir esta disposición voluntaria de  adaptación a los cambios?

 La resistencia a los cambios  estriba en  el peligro de  la destrucción del sistema en tanto construcción cultural. Ante la disyuntiva - ostracismo o  desaparición-, encontramos que el equilibrio debe plantearse desde la renovación cultural sin perder la identidad institucional; esto puede lograrse vigilando la  consolidación de la comunidad escolar y promoviendo la interacción  de la escuela con  el medio social: esto permite que la realidad social penetre el sistema interno y  obligue, desde  sus entrañas, la necesidad del cambio. El conocimiento, y por lo tanto la generación de discursos, desde la teoría autopoiética de Maturana, es una construcción intersubjetiva, en el cual todos los sujetos sociales  se comportan como agentes de socialización, como medios de referencia conductual. De esta manera, la adaptación voluntaria al cambio, mediada por  la interacción escuela-sociedad, promueve una apertura del sistema y garantiza la mantención de la identidad cultural de la escuela.

Cada organización posee un liderazgo interno que  guía  la gestión del establecimiento  y es el principal agente  reproductor de la cultura institucional. La formación universitaria de docentes debe enfocarse también en la generación de  líderes con un alto sentido democrático; esto es, que fomenten  la participación de la comunidad educativa en las decisiones de la organización, que articulen lazos comunicantes  en todas direcciones  al interior del sistema y que lleven la dirección de las escuelas hacia una vocación reflexiva de la realidad social, dispuesta al cambio. Se deben operar  cambios en  la cultura profesional para  generar cambios en la cultura escolar. La profesionalización Docente debe ser constructora de liderazgos capaces de  comprender la cultura de la escuela para poder gestionar,  a partir  de ella, los cambios necesarios para mejorar la enseñanza y adaptarse a las reformas  dispuestas por ley.


No bastan solo leyes y recursos económicos para mejorar la educación. El conocimiento de la cultura escolar es un factor fundamental en la aplicación de nuevas medidas en este propósito. Una cultura escolar cerrada a la interacción con la sociedad no podrá interpretar los cambios que operan en ella, ni los códigos culturales externos que manejan sus alumnos. Toda ley será letra muerta si no se motiva un cambio en la  cultura interna de cada establecimiento.

Una reforma  en la política educacional del Estado debe comprender  la formación y capacitación de docentes como agentes especializados de socialización, líderes de las organizaciones,  para que estos gestionen entidades educativas que consoliden  la comunidad escolar a través de la participación de sus miembros en las decisiones del ente educativo; que sean   abiertas a la sociedad y proclives al cambio institucional desde el interior de la escuela para generar mejoras en su gestión educativa.. Es lo que se conoce como Escuela efectiva.


[1] Viñao Frago, Antonio, Historia de la educación e historia cultural: Posibilidades, problemas, cuestiones, Facultad de Educación, Universidad de Murcia, 1995, documento situado   en: http://189.1.169.50/rbe/rbedigital/RBDE0/RBDE0_06_ANTONIO%20VINAO_FRAGO.pdf
[2] Bolívar, A. Los centros educativos como organizaciones que aprenden, Ed. La muralla, Madrid, 1993. Página 68.

Globalización y Estado-nación.

Sorprende la liviandad con que las sociedades occidentales han incluido en su poco nutrido vocabulario el concepto de “globalización”: terminología que aparece en nuestras vidas como un neologismo de los tiempos que trascurren y como la panacea que llena los vacíos sociales y económico originados por la explosión tecnológica y financiera de los últimos 25 años, explosión que la gran masa humana no se ha tomado el tiempo de cuestionar, limitándose a elucubraciones del tipo: “es producto de la globalización”, como respuesta a las problemáticas que diariamente les plantea la vida, asumiendo pasivamente el devenir. Esta sencilla justificación plantea una problemática mayor: la desaparición de la voluntad pública y el debilitamiento de los Estados nacionales que se sustentan en dicha voluntad. Lo vemos en nuestra América Latina, que tras el largo proceso de reconquista de la democracia corre el peligro de la confinación de la soberanía popular.

Pero vamos por parte. Esta es la globalización que da para todo, que lo explica todo y que, sin embargo, la tenemos tan metida adentro que conviene por lo menos analizarla brevemente.

La “Globalización” no es un fenómeno nuevo. Como todo neologismo y nueva idea, se ha erigido para justificar las más diversas situaciones en el mundo. Cabe preguntarse: si no es un fenómeno nuevo, ¿por qué aparece en nuestros días como tal?

No es nuevo que los fenómenos acontecidos en un lugar, impacten en lejanos lugares; verbigracia, las decisiones de los reyes borbones   tuvieron resonancia en estas tierras. Lo novedoso de la globalización de nuestros días es la velocidad con que se produce esa resonancia. La velocidad de los hechos acontecidos en lugares distantes  y su impacto inmediato, hacen que el mundo exterior no sea ajeno a lo cotidiano. En ese sentido, la política exterior, el mundo, lo que sucede afuera, es parte de lo cotidiano y de lo interno.

Por otra parte, la globalización lleva implícito el concepto de interacción. No solo hay resonancia remota, y no solo es casi instantánea, sino que además es un camino de ida y vuelta: hay una relación interactiva. Pero esta relación no es simétrica. No es lo mismo el impacto que la bolsa de Nueva York tiene sobre la bolsa de Santiago, que el que la bolsa de Santiago tiene sobre la bolsa de Nueva York. Otro ejemplo: la vida de los famosos de Hollywood invaden el mundo con una rapidez inusitada dejando relegados al olvido dramas más importantes, como la hambruna en varios países del tercer mundo. La globalización tampoco es homogénea. No todo lo que pasa se difunde de la misma manera. El manejo de la tecnología y de los medios de comunicación e información por una minoría pareciera manipular la realidad ocultando las falencias del sistema capitalista. Una cosa es la difusión del dinero en la aldea global, otra cosa es la difusión del conocimiento, de tal forma que no todo lo que se globaliza es homogéneo ni se globaliza de ida y de vuelta de la misma manera.

Tomando en cuenta toda esta multiplicidad de información circulante que invade asimétricamente a los Estados provocando influencias nefastas dentro de las sociedades, dentro de la nación, en tanto identidad, que tienden a homogeneizar la cultura occidental bajo los cánones de los Estados poderosos o imperiales y a debilitar la voluntad pública; es viable preguntarse: ¿cuánto de mundo y cuánto de nación?. Es como si la aparición de esta idea de la aldea global estuviera estrechamente conectada con la idea de que tarde o temprano los Estados nacionales van a desaparecer.

Esta idea exagerada  es una de las tantas concepciones y modas que llegan a nuestras tierras; pues, en los países del norte, en los países desarrollados, no se acepta. Así lo demuestran las palabras de Malcom Rifkin, canciller británico de la década de los 90: “Tomen, por ejemplo, el mercado global. En comercio y en medios informativos estamos cerca del fin de la geografía. Lo que importa en las altas finanzas  y en las emisiones hoy no es el lugar, sino la velocidad del acceso de la información. El capital internacional fluye y las corporaciones multinacionales operan libremente a través de las fronteras de los Estados nacionales. Pero esto no significa el fin de la soberanía y lo fundamental es que el Estado-Nación sigue siendo la piedra fundamental del sistema internacional”.

Esta verdad  parece entrar en crisis en aquellos lugares donde la exageración de la idea de globalización ha llevado a pensar que el Estado-Nación desaparece. Por el contrario, nuestra tesis debe ser la siguiente: fortalecer el Estado-Nación para poder subsistir en el mundo globalizado.

Hay muchas globalizaciones, pero hay una que es la más importante y, que a mi juicio, constituye su dinámica: la globalización financiera; esto es el flujo de capitales a nivel planetario. Las transacciones mundiales del mercado financiero sobrepasan los 1.300 miles de millones de dólares, y en donde una trasnacional puede recaudar ganancias que superan largamente el producto nacional bruto de países del tercer mundo. Estos flujos de capitales entran y salen de los Estados, se reasignan, se deciden por voluntades que nada tienen que ver con lo público. El problema no es solamente el tamaño del mercado financiero. El problema es que este es el primer mercado en la historia del mundo que no tiene ningún Estado arriba, sobre todo ahora, cuando las transnacionales están abandonando la fidelidad que mantuvieron con sus Estados de origen afirmando aquel aforismo que dice: “el capital no tiene banderas.”

Otro problema relacionado con la globalización financiera es el que en este mercado cerca de un 80% de las transacciones corresponden a movimientos especulativos de corto plazo. Una forma de capital financiero, de características especulativas, parece sustituir a la actividad productiva clásica. Los fondos de inversión y los grandes grupos financieros buscan su rentabilidad en un ámbito que no atiende ni entiende de fronteras. Así lo entiende el Historiador Gabriel Salazar: “El nuevo capital financiero [...] va por el mundo de shopping; es decir: comprando baratas y vendiendo caras las grandes empresas que los Estados nacionales desarrollistas del periodo fordista y keynesiano levantaron para promover el desarrollo de los pueblos; o bien invirtiendo en la construcción de modernas infraestructuras urbanas (aeropuertos, carreteras, ferrocarriles rápidos, trenes subterráneos, etc.); o prestando dinero a tasa usurera y chantaje político a Estados con presupuestos fiscales o balanzas de pago en rojo; o invirtiendo en la explotación y exportación de productos primarios básicos para el funcionamiento de los países desarrollados (cobre, petróleo, estaño, maderas, etc.); o especulando para controlar los “mercados futuros”[1] De lo anterior de deduce lo siguiente: Primero, que la lógica de la especulación es la reproducción del dinero a través del dinero. No es necesaria la creación de riquezas. Y segundo,  que este paroxismo de la ganancia no tiene límites. No existe un poder público ni otro tipo de control que se ejerza  sobre esta forma de organización del mercado mundial. La libertad de movimientos de capital es capaz, en un tiempo record, de poner en cuestión la economía real de un país. Verbigracia, la crisis financiera mexicana cuyas causas habría que buscarlas en EE.UU.. Debido a las bajas tasas de interés bancario destinadas a combatir la recesión de 1990-1991, cientos de millones de dólares pasaron de las cuentas de ahorro de los norteamericanos a los fondos mutuales de más alto rendimiento.. Para pagar más altos rendimientos, los gerentes de los fondos mutuales tenían que obtener más altas ganancias y, como es lógico, enviaban su dinero a México. Cuando las tasas de interés volvieron a subir en EE. UU., los mismos gerentes comenzaron a repatriar su dinero generando un déficit en la cuenta corriente; era cosa de tiempo para que México agotara su reserva de divisas. De 30.000 millones de dólares en febrero de 1994, las divisas bajaron a 6.000 millones de dólares  en diciembre del mismo año. Aquí el Estado mexicano no tuvo nada que hacer. Aquí sólo hubo un cruel manejo del veleidoso capital financiero. Este ejemplo, entre tantos, deja de manifiesto la carencia de regulación pública del mercado financiero mundial y la vulnerabilidad de los Estados que no pueden darse el lujo de cerrar las puertas a la inversión.

En síntesis, la globalización financiera crea las condiciones  para una circulación irrestricta  de capitales y su reasignación casi inmediata en función de la maximización de ganancias.  Lo que se trata aquí es la dificultad  para regular el capital.

La era de las regularizaciones gubernamentales de las empresas ha concluido. Como se dijo anteriormente, los grandes capitales han ido perdiendo su fidelidad con sus países de origen optando, no ya por el desarrollo e industrialización de sus Estados, sino por la inversión en mercados de capitales especulativos en el exterior o bien invirtiendo en países que ofrecen una mayor desregularización del mercado laboral y normativa social como incentivo a la inversión de capitales extranjeros. Las actividades se dirigen a donde no sean reguladas y a menudo  puede ocurrir que esa reubicación se efectúe sin desplazamiento físico alguno. Como consecuencia de lo anterior, los gobiernos nacionales ahora están compitiendo entre sí por dichas actividades, abandonando a su suerte a las clases trabajadoras y debilitando su voluntad soberana de dirección autónoma de sus economías, lo que pone en constante riesgo su estabilidad política.

En una economía global cuando una nación tiene altos impuestos y gastos sociales, las empresas simplemente se trasladan a sociedades  con más bajos impuestos y servicios sociales.

La era de la regulación económica nacional ha quedado atrás y la era de la regulación económica mundial no ha llegado.

Se proclama el triunfo definitivo de un modelo de desarrollo y de convivencia basado en el funcionamiento autónomo y universal de un mercado liberado de toda intervención de los poderes públicos. Se predica la supremacía del individuo y se proclama la necesidad de reducir el papel regulador del Estado en lo económico y en lo social. Se eleva a categoría indiscutible el libre juego de las fuerzas económicas y se promete garantizar un progreso económico ilimitado.

El gran aporte de la “revolución conservadora”  que lideraran Thatcher y Reagan, fue la de intentar desmantelar todo sistema de protección social desde la deslegitimación de lo público. Afortunadamente los Estados aun resisten la embestida, pero deben saber que esos intentos aun no son historia olvidada.

El discurso del “pensamiento único”, la monocultura económica, que hoy parecen inundar y contaminarlo todo insiste en reducir la realidad a mercado, a desregulación, a desreglamentación y a individualismo, negando a lo público, a la política y al Estado todo valor para articular la sociedad.

Y así estamos, entre una regulación nacional que ya no existe y un sistema mundial que todavía no ha aparecido. Estamos ante el siguiente dilema: si regulo no me dejan vivir y si no regulo me muero. Si regulo van a otro lado y me desestabilizan en el acto. Pero si no alcanzo a contener este designio extranjero que transforma a la economía de mercado en nación de mercado, termino muriendo. Esto es porque ya no solo el individuo forma parte de un mercado, como fuerza de trabajo en el mercado laboral; sino que también los Estados están llamados a formar parte de un mercado de inversión, ofreciendo sus mayores desregulaciones en competencia con otros Estados. Pero como todo en esta globalización, esta situación solo afecta a los países  del tercer mundo obnubilados por la promesa del desarrollo. Como si no supieran que el subdesarrollo no es una etapa para lograr el desarrollo, sino su consecuencia.

Esta tendencia a la desregularización se profundiza, además, cuando se le agregan las consecuencias de las propias políticas nacionales impulsadas por algunas versiones neoliberales extremas. En estas condiciones la lógica financiera y especulativa tiende a dominar a las economías nacionales. El fenómeno se amplifica aun más y llega al punto de peligro, cuando se deduce que del ingreso a la aldea global, los Estados nacionales se volverán anacrónicos tarde o temprano.

Los Estados nacionales Latinoamericanos han claudicado en distintas circunstancias históricas su voluntad de desarrollo autónomo ante el capital foráneo, pero no debemos olvidar la inconclusa tarea histórica que nos dejara el Estado de bienestar keynesiano que  aun permanece en estado larvario en la memoria histórica de nuestros pueblos. La reconquista de la democracia no ha dado sus frutos por la estela de dependencia económica y política heredadas de las dictaduras, sobre todo en Chile; y por la falta de voluntad de los gobiernos nacionales de impulsar un desarrollo más que un crecimiento económico.

Nuestra tarea es impulsar la reconstrucción de la soberanía al interior y  exterior de los Estados. Esto es fortalecer el Estado preparándolo para una posible época de regulación mundial del mercado.

En una sociedad globalizada, hay que partir de la convicción  que la defensa  de una sociedad de bienestar, de determinados niveles de protección social, son objetivos necesarios y posibles. Algo que las opiniones públicas tenderán a reclamar en forma creciente. No todo puede ser mercado puro y duro. Porque el mercado puede carecer de ideología, pero no es neutral ante los problemas. El mercado necesita algunos elementos de regulación y eso sólo lo puede hacer el poder público, el poder político.

La economía no es un fin en si misma. Sus objetivos de crecimiento, estabilidad, eficacia, competitividad o productividad, deben estar subordinados a las metas definidas como prioridades desde la acción política.

Sin Estado no hay redistribución de la renta, no hay igualdad de oportunidades, ni posibilidades de crecimiento  y desarrollo armónico. Sin Estado no hay fiscalidad posible, no se desarrolla la investigación básica y la salud y la educación no adquieren la categoría de derechos universales.

Si el Estado no es soberano, es decir, tiene ante sí poderes tan grandes, mayores que él, sus programas de gobierno no tienen sentido, no es gobernable y las consecuencias para la democracia están claras: la voluntad pública de las mayorías que sustentan el gobierno ha elegido en vano. Si el Estado, ocupado por el gobierno elegido por la mayoría en torno a un programa, ni siquiera tiene nación o porque renuncia a ella por la aldea global o porque se lo imponen a ella, la democracia paga carísimo esta cuenta.

La problemática de la regulación mundial del mercado está en ciernes. Por lo pronto tenemos que sobrevivir. Los países fuertes del planeta tienen naciones fuertes. Saben como enfrentarse a este mundo de la globalización y al mercado financiero sin voluntad pública. Nosotros no. Si no sabemos como hacerlo ponemos en riesgo nuestra viabilidad nacional.

En conclusión. Debemos esperar la regulación mundial aumentando la masa crítica  política, no sólo a nivel nacional, sino que urge hacerlo a nivel regional, latinoamericano. Fortalecer las identidades nacionales a través de objetivos estratégicos que impulsen la reactivación de la voluntad pública, la soberanía interior y la soberanía exterior. La creación de alianzas comerciales, económicas y políticas dentro del entorno latinoamericano como estrategia para la construcción de una identidad regional que permita la creación de un mercado interno que nos exima de competir entre nosotros por las inversiones de capitales. Pero sobre todo: Construir una masa crítica política que sea capaz de resolver autónomamente los difíciles tiempos que amenazan al Estado-nación.


[1] Ensayo de Gabriel Salazar, Proyectando país globalizado tras 200 años de vida “independiente” (o la revolución del hijo pródigo); incluido en la obra de Tomás Moulián, Construir el futuro. Aproximaciones al proyecto país. Vol. 1. Editorial Lom, Santiago, 2002. Pág 192

Asimilación y Autonomía

Los conceptos asimilación y autonomía, no pueden entenderse sino en un contexto histórico que se define en la relación pueblos indígenas – Estado nacional; relación que adquiere matices locales propias dependiendo de las distintas directrices que ha tomado esta problemática –entendiendo esta relación como tal- en los estados latinoamericanos. Es decir, que es riesgoso  tomar el proceso histórico de un país en particular y generalizarlo para los demás, pues el movimiento indígena en Latinoamérica no ha sido homogéneo. Sin embargo, debe reconocerse cierto paralelismo, ya que indudablemente las variaciones que toma el movimiento indígena en un país, tiene repercusiones en otros.

Por asimilación entendemos la adaptación y la consiguiente aculturación de lo indígena  bajo la hegemonía cultural de una sociedad occidentalizadora, moderna, que se manifiesta históricamente en la construcción de un Estado nacional unitario y desarrollista. Esta asimilación puede ser forzada militarmente, mediatizada culturalmente o impuesta políticamente por el Estado; o bien puede ser la resultante de un proceso de coexistencia de culturas donde la más fuerte se impone a la más débil. Con la asimilación, el indígena pierde su identidad bajo el perfil de ciudadano del Estado nacional hegemónico; es decir, se diluye su diferencia.

La autonomía denota, antes que todo, la afirmación de la diferencia; luego, la emergencia de posicionar a los pueblos indígenas frente al Estado como un sujeto social  independiente, como una fuerza social autónoma, ya no como ciudadanos que ejercen la lucha social desde la perspectiva de las asociaciones políticas tradicionales de la sociedad civil (partidos políticos), sino que bajo directrices propias que buscan el reconocimiento, por parte del Estado, de su diferencia y la necesidad de autogestión económica. Esto implica el reconocimiento constitucional de  dicha diferencia. La aceptación de la  coexistencia de dos naciones sobre un mismo espacio territorial.

Históricamente,  asimilación y  autonomía, denotan procesos diferenciados de la integración del indígena en la actividad política, económica y cultural del Estado-nación. Luego de la independencia de las naciones latinoamericanas, los Estados nacionales proyectaron un régimen de construcción nacional que excluía al indígena: es el proyecto de las oligarquías, con un fuerte acento anti-indígena, que se esmera en  el blanqueamiento de la sociedad. El Estado oligarca rompe las fronteras  indígenas y busca el exterminio de la población aborigen, en su afán de homogeneizar a la nación. Paradigmático resulta el caso de la “Pacificación de la Araucanía”, donde se observa claramente que el proceso de exclusión no tiene nada de pacífico. La clase dominante puso los ojos en los territorios de las comunidades, desplegando toda su fuerza militar,  culminando con el despojo violento de las tierras del pueblo mapuche y su confinamiento en reducciones que han perpetuado su pobreza y marginación hasta la actualidad. Este periodo de discriminación total de lo indígena de la vida social del Estado se extiende aproximadamente desde 1850 a 1910. Es en 1910 donde la revolución mexicana da pié para un nuevo periodo en la relación  indígena-Estado nacional.

Durante el periodo 1910-1930, bajo el impulso de la revolución mexicana, que indefectiblemente repercute en el resto de nuestro continente, se replantea el problema del indio y surgen intelectuales de la talla de Manuel Gamio en México, José Carlos Mariátegui en Perú, entre otros; que posicionan el indigenismo como un problema nacional. En Chile, se establecen las primeras organizaciones mapuches (mutualistas y culturales). En este contexto, y con el desplazamiento de la oligarquía del poder, el Estado recibe la problemática indígena con un sentido paternalista: es el Estado benefactor.

En el imaginario político de la elite dirigente, posterior a 1930, el problema del indio se presenta como una lucha reivindicatoria coyuntural y, por tanto, efímera. Se cree que, producto de la integración del indio a la vida ciudadana, esta lucha irá desapareciendo con la asimilación del indígena a la vida moderna. Los dispositivos que utiliza el Estado keynesiano para la asimilación del indio son principalmente la educación, las políticas de salud y la participación en las formas de la vida moderna (electricidad, alcantarillado, sistema de comunicación, etc.).

El pueblo Mapuche nos da la pauta para comprender que el problema del indio va más allá de la asimilación cultural. Los niveles de pobreza que albergan son el resultado de estas políticas. Hoy, el Estado benefactor ha desaparecido y con él las políticas sociales que pudieron ocultar esta pobreza. En el estado en que están las cosas, se entiende que el problema del indio –en este caso del mapuche- es político y económico…un problema de territorio y autogestión.

Este periodo, que transcurre de 1930 a 1970, ha sido llamado, no sin  serios cuestionamientos (en Chile existieron recuperaciones de tierras, participación mapuche en partidos políticos, el levantamiento de Ranquil de 1934 y las “corridas de cercos” de los años de la Reforma Agraria, lo que nos demuestra una continuidad histórica en las demandas de tierra, justicia y autonomía de este pueblo), como “silencio del indio”, dado que los portavoces de las comunidades indígenas fueron intelectuales  externos, es decir,  no-indios, y se caracteriza principalmente por el efecto que el paternalismo estatal ejerce en la vida comunitaria. Los principios liberales del Estado benefactor –igualdad, ciudadanía, individuo- eclipsan y postergan la identidad comunitaria. Para el caso mapuche, las políticas subsidiarias gubernamentales comienzan a diluirse a partir de 1973.

Posteriormente, con la revolución nicaragüense de 1979, los gritos de autonomía emergen con fuerza en Latinoamérica y llegan a Chile en momentos donde una intelectualidad en crecimiento los transformará en una fuerza que podrá ser capaz de catapultar al pueblo mapuche al status de sujeto social, interlocutor válido en la relación con el Estado; pues es el camino de la autonomía el que han tomado los comuneros mapuches y su vanguardia intelectual.

El informe de la comisión Verdad histórica y nuevo trato (2001 -2003), auguraba un nuevo estado de la relación, en la cual el tema en discusión que pareció imponerse fue el de la autonomía. Las controversias relacionadas con el ideario del Estado unitario no tardaron en aparecer, pues como plantea Sergio Villalobos, la idea de la autonomía indígena atentaría contra la unidad territorial y legal del país.  Bajo esta doctrina, la lucha del pueblo mapuche ha sido enfrentada por el Estado chileno como una coyuntura policial y judicial, criminalizando sus luchas y negándoles el reconocimiento de su autonomía. Para ello, el Estado ha militarizado la región de la Araucanía,  ha aplicado la  Ley Antiterrorista, encarcelado a los comuneros y  mantiene a las comunidades en un ambiente de  allanamientos, represión  y violencia cotidiana. Esta situación ha contado con el aval de las autoridades locales y regionales, los partidos políticos y  los medios de comunicación, los que han guardando un silencio cómplice o  han tergiversado burdamente lo que está ocurriendo.

El nuevo escenario recién  establece sus bases de acción. Aún queda mucho por recorrer. Deben ser cortadas las relaciones paternalistas del Estado hacia el indígena y erigirse la discusión concreta entre sujetos sociales, entre naciones. El Estado chileno no puede  seguir  postergando el diálogo entre  los representantes de ambas naciones;  no más Obispos o funcionarios públicos de segundo nivel  como intermediarios. El Presidente de la nación chilena tiene el deber de  dialogar con el (o los)  representante máximo de la nación mapuche. Es el punto de partida que debe exigir  la nación mapuche para  entablar el diálogo con el Estado chileno.

 El mapuche va perdiendo su pasividad frente a la sociedad y el Estado, en la medida que construye su identidad y por tanto, su diferencia.