domingo, 31 de octubre de 2010

Globalización y Estado-nación.

Sorprende la liviandad con que las sociedades occidentales han incluido en su poco nutrido vocabulario el concepto de “globalización”: terminología que aparece en nuestras vidas como un neologismo de los tiempos que trascurren y como la panacea que llena los vacíos sociales y económico originados por la explosión tecnológica y financiera de los últimos 25 años, explosión que la gran masa humana no se ha tomado el tiempo de cuestionar, limitándose a elucubraciones del tipo: “es producto de la globalización”, como respuesta a las problemáticas que diariamente les plantea la vida, asumiendo pasivamente el devenir. Esta sencilla justificación plantea una problemática mayor: la desaparición de la voluntad pública y el debilitamiento de los Estados nacionales que se sustentan en dicha voluntad. Lo vemos en nuestra América Latina, que tras el largo proceso de reconquista de la democracia corre el peligro de la confinación de la soberanía popular.

Pero vamos por parte. Esta es la globalización que da para todo, que lo explica todo y que, sin embargo, la tenemos tan metida adentro que conviene por lo menos analizarla brevemente.

La “Globalización” no es un fenómeno nuevo. Como todo neologismo y nueva idea, se ha erigido para justificar las más diversas situaciones en el mundo. Cabe preguntarse: si no es un fenómeno nuevo, ¿por qué aparece en nuestros días como tal?

No es nuevo que los fenómenos acontecidos en un lugar, impacten en lejanos lugares; verbigracia, las decisiones de los reyes borbones   tuvieron resonancia en estas tierras. Lo novedoso de la globalización de nuestros días es la velocidad con que se produce esa resonancia. La velocidad de los hechos acontecidos en lugares distantes  y su impacto inmediato, hacen que el mundo exterior no sea ajeno a lo cotidiano. En ese sentido, la política exterior, el mundo, lo que sucede afuera, es parte de lo cotidiano y de lo interno.

Por otra parte, la globalización lleva implícito el concepto de interacción. No solo hay resonancia remota, y no solo es casi instantánea, sino que además es un camino de ida y vuelta: hay una relación interactiva. Pero esta relación no es simétrica. No es lo mismo el impacto que la bolsa de Nueva York tiene sobre la bolsa de Santiago, que el que la bolsa de Santiago tiene sobre la bolsa de Nueva York. Otro ejemplo: la vida de los famosos de Hollywood invaden el mundo con una rapidez inusitada dejando relegados al olvido dramas más importantes, como la hambruna en varios países del tercer mundo. La globalización tampoco es homogénea. No todo lo que pasa se difunde de la misma manera. El manejo de la tecnología y de los medios de comunicación e información por una minoría pareciera manipular la realidad ocultando las falencias del sistema capitalista. Una cosa es la difusión del dinero en la aldea global, otra cosa es la difusión del conocimiento, de tal forma que no todo lo que se globaliza es homogéneo ni se globaliza de ida y de vuelta de la misma manera.

Tomando en cuenta toda esta multiplicidad de información circulante que invade asimétricamente a los Estados provocando influencias nefastas dentro de las sociedades, dentro de la nación, en tanto identidad, que tienden a homogeneizar la cultura occidental bajo los cánones de los Estados poderosos o imperiales y a debilitar la voluntad pública; es viable preguntarse: ¿cuánto de mundo y cuánto de nación?. Es como si la aparición de esta idea de la aldea global estuviera estrechamente conectada con la idea de que tarde o temprano los Estados nacionales van a desaparecer.

Esta idea exagerada  es una de las tantas concepciones y modas que llegan a nuestras tierras; pues, en los países del norte, en los países desarrollados, no se acepta. Así lo demuestran las palabras de Malcom Rifkin, canciller británico de la década de los 90: “Tomen, por ejemplo, el mercado global. En comercio y en medios informativos estamos cerca del fin de la geografía. Lo que importa en las altas finanzas  y en las emisiones hoy no es el lugar, sino la velocidad del acceso de la información. El capital internacional fluye y las corporaciones multinacionales operan libremente a través de las fronteras de los Estados nacionales. Pero esto no significa el fin de la soberanía y lo fundamental es que el Estado-Nación sigue siendo la piedra fundamental del sistema internacional”.

Esta verdad  parece entrar en crisis en aquellos lugares donde la exageración de la idea de globalización ha llevado a pensar que el Estado-Nación desaparece. Por el contrario, nuestra tesis debe ser la siguiente: fortalecer el Estado-Nación para poder subsistir en el mundo globalizado.

Hay muchas globalizaciones, pero hay una que es la más importante y, que a mi juicio, constituye su dinámica: la globalización financiera; esto es el flujo de capitales a nivel planetario. Las transacciones mundiales del mercado financiero sobrepasan los 1.300 miles de millones de dólares, y en donde una trasnacional puede recaudar ganancias que superan largamente el producto nacional bruto de países del tercer mundo. Estos flujos de capitales entran y salen de los Estados, se reasignan, se deciden por voluntades que nada tienen que ver con lo público. El problema no es solamente el tamaño del mercado financiero. El problema es que este es el primer mercado en la historia del mundo que no tiene ningún Estado arriba, sobre todo ahora, cuando las transnacionales están abandonando la fidelidad que mantuvieron con sus Estados de origen afirmando aquel aforismo que dice: “el capital no tiene banderas.”

Otro problema relacionado con la globalización financiera es el que en este mercado cerca de un 80% de las transacciones corresponden a movimientos especulativos de corto plazo. Una forma de capital financiero, de características especulativas, parece sustituir a la actividad productiva clásica. Los fondos de inversión y los grandes grupos financieros buscan su rentabilidad en un ámbito que no atiende ni entiende de fronteras. Así lo entiende el Historiador Gabriel Salazar: “El nuevo capital financiero [...] va por el mundo de shopping; es decir: comprando baratas y vendiendo caras las grandes empresas que los Estados nacionales desarrollistas del periodo fordista y keynesiano levantaron para promover el desarrollo de los pueblos; o bien invirtiendo en la construcción de modernas infraestructuras urbanas (aeropuertos, carreteras, ferrocarriles rápidos, trenes subterráneos, etc.); o prestando dinero a tasa usurera y chantaje político a Estados con presupuestos fiscales o balanzas de pago en rojo; o invirtiendo en la explotación y exportación de productos primarios básicos para el funcionamiento de los países desarrollados (cobre, petróleo, estaño, maderas, etc.); o especulando para controlar los “mercados futuros”[1] De lo anterior de deduce lo siguiente: Primero, que la lógica de la especulación es la reproducción del dinero a través del dinero. No es necesaria la creación de riquezas. Y segundo,  que este paroxismo de la ganancia no tiene límites. No existe un poder público ni otro tipo de control que se ejerza  sobre esta forma de organización del mercado mundial. La libertad de movimientos de capital es capaz, en un tiempo record, de poner en cuestión la economía real de un país. Verbigracia, la crisis financiera mexicana cuyas causas habría que buscarlas en EE.UU.. Debido a las bajas tasas de interés bancario destinadas a combatir la recesión de 1990-1991, cientos de millones de dólares pasaron de las cuentas de ahorro de los norteamericanos a los fondos mutuales de más alto rendimiento.. Para pagar más altos rendimientos, los gerentes de los fondos mutuales tenían que obtener más altas ganancias y, como es lógico, enviaban su dinero a México. Cuando las tasas de interés volvieron a subir en EE. UU., los mismos gerentes comenzaron a repatriar su dinero generando un déficit en la cuenta corriente; era cosa de tiempo para que México agotara su reserva de divisas. De 30.000 millones de dólares en febrero de 1994, las divisas bajaron a 6.000 millones de dólares  en diciembre del mismo año. Aquí el Estado mexicano no tuvo nada que hacer. Aquí sólo hubo un cruel manejo del veleidoso capital financiero. Este ejemplo, entre tantos, deja de manifiesto la carencia de regulación pública del mercado financiero mundial y la vulnerabilidad de los Estados que no pueden darse el lujo de cerrar las puertas a la inversión.

En síntesis, la globalización financiera crea las condiciones  para una circulación irrestricta  de capitales y su reasignación casi inmediata en función de la maximización de ganancias.  Lo que se trata aquí es la dificultad  para regular el capital.

La era de las regularizaciones gubernamentales de las empresas ha concluido. Como se dijo anteriormente, los grandes capitales han ido perdiendo su fidelidad con sus países de origen optando, no ya por el desarrollo e industrialización de sus Estados, sino por la inversión en mercados de capitales especulativos en el exterior o bien invirtiendo en países que ofrecen una mayor desregularización del mercado laboral y normativa social como incentivo a la inversión de capitales extranjeros. Las actividades se dirigen a donde no sean reguladas y a menudo  puede ocurrir que esa reubicación se efectúe sin desplazamiento físico alguno. Como consecuencia de lo anterior, los gobiernos nacionales ahora están compitiendo entre sí por dichas actividades, abandonando a su suerte a las clases trabajadoras y debilitando su voluntad soberana de dirección autónoma de sus economías, lo que pone en constante riesgo su estabilidad política.

En una economía global cuando una nación tiene altos impuestos y gastos sociales, las empresas simplemente se trasladan a sociedades  con más bajos impuestos y servicios sociales.

La era de la regulación económica nacional ha quedado atrás y la era de la regulación económica mundial no ha llegado.

Se proclama el triunfo definitivo de un modelo de desarrollo y de convivencia basado en el funcionamiento autónomo y universal de un mercado liberado de toda intervención de los poderes públicos. Se predica la supremacía del individuo y se proclama la necesidad de reducir el papel regulador del Estado en lo económico y en lo social. Se eleva a categoría indiscutible el libre juego de las fuerzas económicas y se promete garantizar un progreso económico ilimitado.

El gran aporte de la “revolución conservadora”  que lideraran Thatcher y Reagan, fue la de intentar desmantelar todo sistema de protección social desde la deslegitimación de lo público. Afortunadamente los Estados aun resisten la embestida, pero deben saber que esos intentos aun no son historia olvidada.

El discurso del “pensamiento único”, la monocultura económica, que hoy parecen inundar y contaminarlo todo insiste en reducir la realidad a mercado, a desregulación, a desreglamentación y a individualismo, negando a lo público, a la política y al Estado todo valor para articular la sociedad.

Y así estamos, entre una regulación nacional que ya no existe y un sistema mundial que todavía no ha aparecido. Estamos ante el siguiente dilema: si regulo no me dejan vivir y si no regulo me muero. Si regulo van a otro lado y me desestabilizan en el acto. Pero si no alcanzo a contener este designio extranjero que transforma a la economía de mercado en nación de mercado, termino muriendo. Esto es porque ya no solo el individuo forma parte de un mercado, como fuerza de trabajo en el mercado laboral; sino que también los Estados están llamados a formar parte de un mercado de inversión, ofreciendo sus mayores desregulaciones en competencia con otros Estados. Pero como todo en esta globalización, esta situación solo afecta a los países  del tercer mundo obnubilados por la promesa del desarrollo. Como si no supieran que el subdesarrollo no es una etapa para lograr el desarrollo, sino su consecuencia.

Esta tendencia a la desregularización se profundiza, además, cuando se le agregan las consecuencias de las propias políticas nacionales impulsadas por algunas versiones neoliberales extremas. En estas condiciones la lógica financiera y especulativa tiende a dominar a las economías nacionales. El fenómeno se amplifica aun más y llega al punto de peligro, cuando se deduce que del ingreso a la aldea global, los Estados nacionales se volverán anacrónicos tarde o temprano.

Los Estados nacionales Latinoamericanos han claudicado en distintas circunstancias históricas su voluntad de desarrollo autónomo ante el capital foráneo, pero no debemos olvidar la inconclusa tarea histórica que nos dejara el Estado de bienestar keynesiano que  aun permanece en estado larvario en la memoria histórica de nuestros pueblos. La reconquista de la democracia no ha dado sus frutos por la estela de dependencia económica y política heredadas de las dictaduras, sobre todo en Chile; y por la falta de voluntad de los gobiernos nacionales de impulsar un desarrollo más que un crecimiento económico.

Nuestra tarea es impulsar la reconstrucción de la soberanía al interior y  exterior de los Estados. Esto es fortalecer el Estado preparándolo para una posible época de regulación mundial del mercado.

En una sociedad globalizada, hay que partir de la convicción  que la defensa  de una sociedad de bienestar, de determinados niveles de protección social, son objetivos necesarios y posibles. Algo que las opiniones públicas tenderán a reclamar en forma creciente. No todo puede ser mercado puro y duro. Porque el mercado puede carecer de ideología, pero no es neutral ante los problemas. El mercado necesita algunos elementos de regulación y eso sólo lo puede hacer el poder público, el poder político.

La economía no es un fin en si misma. Sus objetivos de crecimiento, estabilidad, eficacia, competitividad o productividad, deben estar subordinados a las metas definidas como prioridades desde la acción política.

Sin Estado no hay redistribución de la renta, no hay igualdad de oportunidades, ni posibilidades de crecimiento  y desarrollo armónico. Sin Estado no hay fiscalidad posible, no se desarrolla la investigación básica y la salud y la educación no adquieren la categoría de derechos universales.

Si el Estado no es soberano, es decir, tiene ante sí poderes tan grandes, mayores que él, sus programas de gobierno no tienen sentido, no es gobernable y las consecuencias para la democracia están claras: la voluntad pública de las mayorías que sustentan el gobierno ha elegido en vano. Si el Estado, ocupado por el gobierno elegido por la mayoría en torno a un programa, ni siquiera tiene nación o porque renuncia a ella por la aldea global o porque se lo imponen a ella, la democracia paga carísimo esta cuenta.

La problemática de la regulación mundial del mercado está en ciernes. Por lo pronto tenemos que sobrevivir. Los países fuertes del planeta tienen naciones fuertes. Saben como enfrentarse a este mundo de la globalización y al mercado financiero sin voluntad pública. Nosotros no. Si no sabemos como hacerlo ponemos en riesgo nuestra viabilidad nacional.

En conclusión. Debemos esperar la regulación mundial aumentando la masa crítica  política, no sólo a nivel nacional, sino que urge hacerlo a nivel regional, latinoamericano. Fortalecer las identidades nacionales a través de objetivos estratégicos que impulsen la reactivación de la voluntad pública, la soberanía interior y la soberanía exterior. La creación de alianzas comerciales, económicas y políticas dentro del entorno latinoamericano como estrategia para la construcción de una identidad regional que permita la creación de un mercado interno que nos exima de competir entre nosotros por las inversiones de capitales. Pero sobre todo: Construir una masa crítica política que sea capaz de resolver autónomamente los difíciles tiempos que amenazan al Estado-nación.


[1] Ensayo de Gabriel Salazar, Proyectando país globalizado tras 200 años de vida “independiente” (o la revolución del hijo pródigo); incluido en la obra de Tomás Moulián, Construir el futuro. Aproximaciones al proyecto país. Vol. 1. Editorial Lom, Santiago, 2002. Pág 192

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